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Texto vinculado a la exposición Luis Felipe Noé. Pinturas 60-95, 1966
Gracias principalmente a la excelente (y, lamentablemente, no reconocida como se merece) artista franco-mexicana residente en la Argentina, Isabel de Laborde, se inició el contacto que llevaría a la concreción de mi exposición en el Palacio Nacional de Bellas Artes de México. La muestra presentada en el MNBA en 1995, simplificada a la mitad, al año siguiente viajó a México: de retrospectiva se convirtió en panorámica. Por razones prácticas (los costos y los trabajosos “si o no” de los propietarios de las obras) decidí incluir sólo las que mi familia y yo conservábamos. El Museo del Palacio Nacional de Bellas Artes de México D.F., dirigido por Agustín Arteaga, me formuló la invitación. La exposición se concretó con el apoyo del INBA (Instituto Nacional de Bellas Artes) de México. La Dirección General de Asuntos Culturales del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto de la República Argentina y la empresa de comunicaciones IMPSAT hicieron posible el traslado de las obras. Además, esta empresa, que ya había financiado el catálogo de la muestra en el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires, auspició una nueva edición del mismo. Esta vez se incluían, otros textos: de Kive Staiff, director de Asuntos Culturales de la cancillería argentina, Gerardo Estrada, director del INBA mexicano, y Agustín Arteaga.
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Debo confesar que al principio las descripciones que me hacían del palacio me desconcertaron: más que con un museo lo comparaban con el Teatro Colón, por su función lírica. Luego vinieron los planos y al observar que me daban cuatro salas que no se comunicaban entre sí y que todo convergía a un inmenso rectángulo que a su vez tenía otro en el medio con una “x” que iba a los cuatro extremos, mi perplejidad aumentó, y por lo tanto decidí viajar para entender de qué se trataba. Allí Agustín Arteaga y la vicedirectora Alejandra Peña, ambos arquitectos, me atendieron muy bien y me mostraron los espacios designados para mi exposición. Así se develó el misterio: las cuatro salas convergían a un grandísimo ambiente donde se encuentran las obras (murales por su tamaño pero no porque estén pintados en la pared) de los maestros del muralismo mexicano. Esta constatación se convirtió en un desafío. Apelé entonces más a la audacia que al amor propio. No podía dejar de advertir lo que significaba que el espectador de mi muestra, yendo de una sala a otra, atraviese ese salón en el que se encontraban obras de tal fuerza, tamaño y calidad como las de Rivera, Orozco y Siqueiros. De todas maneras, el hecho de que a la conferencia de prensa previa a la muestra asistieran como presentadoras personas de tanto prestigio en el ambiente cultural mexicano, conocidas por no “regalarse” fácilmente –José Luis Cuevas y Raquel Tibol–, sumado a los comentarios periodísticos posteriores y la cantidad de público que visitó la exposición, me lleva a considerarla un éxito. En esa charla con el periodismo se hallaban también el pintor Tomás Parra, gran propulsor de mi muestra allí, el artista y amigo mexicano Felipe Ehrenberg, quien desde el público se sumó a la presentación, y Agustín Arteaga; el entonces embajador argentino Victorio Taccetti y Diego Rausei por IMPSAT, la empresa auspiciadora. A su vez se encontraban amigos que habían venido especialmente de la Argentina –mi muy querida ex alumna y excelente pintora Alejandra Fenochio, su marido Fernando Brousalis y su hijito León–, desde Los Ángeles, el director argentino de teatro Jaime Jaimes, y desde Guayaquil, David Pérez Mac Collum, joven marchand que fundó la galería que hoy lleva su nombre pero que antes se denominaba “Expresiones”. Además, la presencia de Nora, quien también viajó para esa oportunidad, y de nuestra anfitriona Mahia Biblos, notable artista textil, que había sido la compañera entrañable de Juan Acha, pionero de los estudios sobre arte moderno en América Latina, hicieron de esa conferencia un símbolo de lo grato que fue para mí esa estadía en México.