Castellano
Texto vinculado a la exposición Otra Figuración… Veinte años después, 1981
Lo fundamental en la coincidencia de Deira, Noé, Macció y De la Vega fue la convicción de que la única manera de aventurarse en el arte es la de aventurarse en el destino del hombre. Una pintura “con seguro de vida” nunca lograría ese fin. Tal la profesión de fe que mantuvieron a lo largo de más de un lustro, a pesar de las críticas mordaces y de la inicial incomprensión de que fueron objeto. Justamente en 1963 había aparecido en la revista española S.P. [Nº 211, 1° de junio de 1963] un artículo titulado “América y España, teoría atlántica” con motivo de la exposición El arte actual de América y España celebrada en Madrid, en el Palacio del Retiro. El ensayista tomaba como punto de partida una nota publicada en Art Spectacle sobre la crisis de la escuela de París, problema que involucra al arte europeo en general. La tesis tuvo el efecto de una inquietante revelación al augurar el surgimiento de un nuevo arte en reemplazo del europeo decadente, cuya sede sería Nueva York, con prolongaciones por el resto de América. Arte americano por excelencia, vinculado al español por la continuidad geográfica de la cuenca del Atlántico; intérprete de otra cultura, de la americana frente a la europea, ese arte comenzaba a perfilarse a partir del ocaso de la escuela de París. Si bien Europa se mantenía como depositaria de una cultura viva, había llegado el momento de que se salvara absorbiendo el aporte de otras, especialmente la americana, iniciándose así un segundo tiempo dialéctico en el devenir de la plástica mundial. La crisis de Europa, al decir del articulista, afectaba tanto al hombre como a las instituciones, comportando la muerte del canon clásico de que “el hombre es la medida de todas las cosas”, con sus corolarios, en el orden estético, de la simetría, el orden, la proporción. Las revoluciones del barroco o del cubismo, proseguía, significaron una oposición a aquel principio, pero no a una ruptura. En las culturas americanas se gesta un homo novus que pone en juego otro tipo de valores, entre ellos el del espacio ilimitado. Se produce así una conciencia diferente del arte, la del arte atlántico, con su centro en la escuela de Nueva York, y del que participa también España en cuanto atlántica, más aún en cuanto siempre mantuvo una posición de rebeldía contra el arte europeo. En la exposición del Palacio del Retiro, organizada por el Instituto de Cultura Hispánica, ciento noventa y siete pintores, entre españoles y americanos, mostraron las características principales del mentado arte atlántico. El espacio tendía a lo colosal, y la libertad expresiva, tanto en imagen como en técnica, se manifestó sin barreras. El repudio por las estructuras rígidas fue casi total, como la actitud de derivación de Jackson Pollock, uno de los primeros en concebir la idea del cuadro ilimitado. Lo formal desaparecía frente a lo infinito. Como nota psicológica, agreguemos que el arte atlántico no compartía el optimismo de la escuela de París, hecho registrado en una gama intencionalmente sombría. En general, predominaba un sentimiento trágico y un ataque contra la pintura de caballete y contra el óleo como medio de expresión privilegiado, sustituido ahora con pintura acrílica, plásticos, arena, cemento, collages. Los cuatro iniciadores de la Nueva Figuración habían sentido en carne propia las exigencias del homo novus y de un diferente manejo de la realidad plástica. [...] La audacia de los cuatro neofigurativos arrastró tras de sí a muchos otros jóvenes pintores de calidad, les dio el empuje indispensable para atreverse a mirar el mundo y la vida, en su compleja interrelación, y el resultado fue, por lo general, positivo, mediara o no la protesta. El entonces director del Museo de Arte Moderno, Hugo Parpagnoli, fue uno de los propulsores más entusiastas, y en su oportunidad publicó en La Prensa y en la revista Sur notas exhaustivas sobre el grupo de los Cuatro, considerando su aporte como de vital importancia para el arte de nuestro país, mientras otros observadores veían el movimiento como estrafalario o carente de porvenir. El reconocimiento obtenido en Europa, en los Estados Unidos de América y en el resto de América no hizo sino confirmar la solidez de una renovación imperiosa. Pero, aunque así no hubiera sido, la riqueza espiritual que la nueva figuración aportó al ámbito de nuestra cultura, manteniendo alerta la mirada sobre una sociedad en riesgoso y apasionante cambio, bastaría para preservarle un sitio esclarecido en la historia de nuestro arte, hoy por lo demás obvio, pero ganado merced a la indecible convicción estética, o “antiestética”, del grupo de los Cuatro.