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Nada más que desorden

Reseña

Texto vinculado a la exposición Noé + Experiencias colectivas, 1965

Sobre el pasillo a oscuras, la puerta de vidrios castigados por las manchas permanece cerrada. Hay que llamar y esperar unos momentos. Cuando Luis Felipe Noé empuja su desgarbada figura desde la penumbra para franquear la entrada, empieza un ritual de indecisiones, una desorientada ceremonia: se trata de elegir un lugar para sentarse en ese tumulto de bastidores despojados de sus telas, monstruos a medio nacer y muebles en desuso.
Pero al poco tiempo de permanecer allí, se advierte que el desorden del taller (que Noé comparte con Ernesto Deira y Jorge de la Vega) es como una continuación, como un apéndice de polvo y materia del pensamiento de sus habitantes: “Los que admiran a Rembrandt por la oscuridad iluminada de sus cuadros –insinúa Noé- no entienden a veces que lo que admiran está en la posibilidad de fractura entre el claro y el oscuro que esos cuadros proponen: un cierto quebrantamiento de ojo”. En ese quebrantamiento, precisamente, parece residir para Noé (31 años, casado, dos hijos) una de las claves de su trabajo futuro. Para mediados de mayo, y coincidiendo con la exposición que realizará en el Museo de Arte Moderno, Noé hará su debut en la espinosa teoría del arte: con el sello Van Riel, editará un libro cuyo título, Antiestética, es toda una definición. “Sobre todo –confiesa, apasionadamente-, quisiera ayudar a destruir un concepto envejecido en la crítica de arte: el de juzgar a un artista a través de su obra. Yo creo que lo que existe e importa es la búsqueda: la obra aislada es a esa búsqueda lo que la huella a la acción de caminar”.
Con esa limpidez, disculpándose a veces con una sonrisa por el tono rotundo de sus afirmaciones, Noé continúa adelantando las intenciones de su libro: “Me interesa también desvirtuar la idea de la obra de arte como unidad –dice, agitándose sobre el desvencijado sillón-. Esa es una herencia de épocas menos convulsionadas de la historia: a un mundo caótico como el que vivimos, sólo podemos ofrecerle un arte caótico. Lo demás es traicionarlo y traicionarnos”. [...] Con el mismo fervor retomó los pinceles apenas concluido el libro: su jornada de labor no tiene horarios, “vengo a la mañana y me pongo a pintar hasta cualquier hora”. Sin embargo, no tiene casi nada terminado que pueda anticipar de su futura exposición: “Pedazos, partes –explica, gesticulando-. En los últimos días tendré que armar todo”. [...]



"Nada más que desorden", en Primera Plana, Buenos Aires, 1965