Castellano
Texto vinculado a la Exposición Premio Instituto Torcuato Di Tella, 1963
Noé en el premio Di Tella 1963
El disgusto de un gran sector del público, el entusiasmo de contados artistas, la reserva o los ataques de los críticos y la consecuente polémica que suscitó el último certamen de pintura del Instituto Torcuato Di Tella parecen proyectiles disparados con escasa puntería o deliberadamente dirigidos fuera del blanco. Poco aclaran con respecto a las obras exhibidas. [...] Es cierto que el movimiento de opinión que levantó el concurso demuestra, por lo menos, que no se trató de una manifestación indiferente en la vida artística porteña y que el ambiente especializado y el callejero tienen –todavía o ya– una simpática capacidad de reacción. Pero sería demostrar poco. [...] “Cuando llegamos a aceptar –decía una esforzada espectadora– que un mosaico de triángulos era un cuadro vinieron los informalistas. Volvimos a empezar y conseguimos asimilarlos. Estábamos tan cómodos. Zas, otro cambio, la nueva figuración. Por suerte se ‘entendía’, pero qué monstruos. Ahora ni siquiera monstruos pintados sino esos artefactos enloquecidos.” [...] Los cuadros del concurso Di Tella 63 que fueron señalados más a menudo como inadmisibles son los de Noé y los de Macció. La gente, estupefacta, tuvo que enterarse que justamente esos ganaron los importantes premios. Una consideración nada rebuscada hallaría que se los merecían por ser las obras más representativas de un carácter que flotaba en todo el salón. Ante ellos culminó el horror del público. [...] Aparte de lo que haya pensado el jurado, cosa que aquí no interesa mayormente, conviene dejar escrito que tanto los cuadros de Macció como los de Noé marcaron el índice más alto de interés de toda la exposición. Por sus propias cualidades, no por el premio que obtuvieron después. Los de Macció, ante todo, porque son irremediablemente bellos. Sin comparar con nada sus imágenes, sin comenzar a leerlos por la izquierda o por la derecha, sin medir sus planos blancos o coloreados, sin inclinar la cabeza para hacerla coincidir con el cuadrado puesto de punta, sin ponderar la materia ni analizar las etapas ejecutivas, son bellos porque su luz violenta, sus gritos y sus gestos han sido producidos por un artista. No hay otra explicación. [...] Los cuadros de Noé son otra cosa. Resulta más cómodo mirarlos como una especie de monumento que como pinturas. Para acotar el hecho nuevo que proponen hay que recurrir a términos tales como escenografías, parques de diversiones, documentos plásticos o libros de historia natural. No son confortables. Tienen pocas concesiones al hábito visual que aun la pintura más audaz ha creado en la actualidad en los espectadores. Narran, expresan, discuten, simbolizan y representan. No pueden gustar a primera vista y tampoco pueden gustar después del mismo modo que gusta la pintura. La pintura queda, al lado de ellos, como el texto escrito de una obra de teatro. Los cuadros de Noé son la obra en escena. Aunque no están en la línea ballet plástico ni del show audiovisual, pertenecen a su misma época, la nuestra, de experiencias combinadas, de ruptura de límites, de esculturas móviles y pinturas tridimensionales. Y aquí también se trata de relaciones que establece la crítica después, y que no dan en el centro de la cuestión, es decir, que no apuntan al hecho principal del talento del autor. Esos armazones de Noé, con sus contrastes, sus figuras encerradas o liberándose tienen interés porque se deben a un artista. No es el lenguaje en sí el que convence sino el modo de emplearlo. No es importante el documento de época sino el pintor que lo redacta. Los cuadros de Noé no tendrían cabida en ninguna casa privada. Son para ser exhibidos en público y en lugares espaciosos, tal vez de modo no permanente, como un festival de crónicas contemporáneas y, al mismo tiempo, como una revista del quehacer artístico. Se ve que están ejecutados por una sola persona, pero invitan a imaginar lo que sería un mural compuesto con las caras y las manos de todo un pueblo, recuerdan la obra anónima que revela una época y un mundo, y abren una brecha por la que podría liberarse definitivamente la pintura del encierro a que la sometieron durante unos siglos los pequeños caballetes. Constituyen un caso raro de “arte popular” en el que la palabra arte nada tiene que ver con objetos de uso práctico como cacharros, cestos o tejidos, sino con las extraordinarias dotes de un pintor, y en el que la palabra popular nada tiene que ver con la pesada literatura política sino más bien con las costumbres, la amarguras, las alegrías y las esperanzas de las gentes. Por todo ello, y mucho más podría decirse, los cuadros de Noé son “otra cosa” y lo más acertado que puede sugerir el crítico es que no se miren como pinturas aun cuando no pueda aconsejar cómo deben mirarse. [...]